En la búsqueda de lugares de apoyo, puntos familiares y cotidianos, miramos calles, árboles, vientos y temperaturas medias. Buscamos orientarnos en un mundo que busca aplastarnos con su infinitud, abre ante nosotros un mapa enorme para nuestro espíritu de hormiga.
¿Y saben qué buscamos? Rostros cotidianos.
La vecina del frente, con los ruleros y el mini perro en brazos, el abogado de la esquina, lleno de celulares y el pelo siempre peinado a la humedad, el político que nunca se ve pero imaginamos de memoria sus canas y su poblado bigote.
Estos mínimos personajes nos aseguran que estamos en el escenario correcto. Porque podemos equivocarnos de teatro y de golpe, tener un elenco diferente, un decorado desconocido. Y ahí, desamparados, empezamos a encontrar (porque no los buscamos, por lo menos en forma conciente) rostros que nos parecen familiares. Hasta rostros de quienes menos conocemos o apreciamos se aparecen en esa danza caótica de transeúntes ubicuos. A mi personalmente me asusta, mi espíritu sencillo se ve atemorizado por la posibilidad de una intervención canallezca, tal vez diabólica. Pero no puedo evitar encontrarme con ellos, y cuando los veo me sonrío, sólo para ocultar el temor y ganarme su simpatía. No confío en ellos, los rostros cotidianos no logran engañarme, sé que mi lugar no es este, aunque insistan.
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