martes, 24 de noviembre de 2020

Paranoia

 Ya sospechaba algo extraño, su forma de ser suspicaz, siempre cuestionadora, le hacía pensar y hacer intrincadas relaciones de cosas, pequeños detalles que en apariencia no tenían nada que ver que terminaban siendo parte de un gran complot.

Primero, el hecho de que no pudiera volverse a su casa, no entendía cuál era el motivo injustificado que lo impedía, era como si quisieran retenerlo cerca de esa ciudad. Luego, era muy sospechosa la ubicación pero sobre todo la categoría del hotel donde los habían alojado; es decir, no era coherente que si lo enviaban a hacer un curso de un software nuevo para ahorrar costos, le pagaran a todo el staff un 5 estrellas a todo lujo en pleno centro. Pero lo que le activó la alarma de la paranoia era que frente a la sede donde se dictaba el curso estaban ni más ni menos que las oficinas ejecutivas de la principal empresa competidora. No podía considerarse ese hecho como una simple coincidencia.
Empezó a preocuparse. Dudaba de los choferes que día tras día los pasaban a buscar e incluso de los empleados del hotel; llegó a esconder sus papeles y hasta la ropa sucia en la caja fuerte de la habitación. Y ni hablar de los capacitadores, esos seres con sonrisa eterna y predispuestos a responder toda clase de preguntas; anotaba lo que decían y cada palabra era un indicio de que había algo oculto tras esa fachada de sabiduría.
El día que dejó de andar el aire acondicionado realmente se preocupó. Distraído, perdía el hilo de lo que se decía dentro del salón, salía cada diez minutos al baño y miraba con celo a la secretaria. En una de esas salidas, se deslizó a la sala del coffee-break y no pudo abrir la puerta. La golpeó, primero tímidamente y luego un poco más fuerte; se dio cuenta que había alguien empujando la puerta desde adentro. Se le aflojaron las piernas y la cabeza se convirtió en un torbellino de miedos.
Del apuro se dejó en el aula su mochila con sus cosas e incluso en el hotel no le quisieron entregar una nueva llave para ingresar a la habitación. Tomó un taxi en la esquina y se fue sin cambiarse la remera.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Lo que un amigo le dice a sus amigos

Cuando el miedo te acorrale, te impida pensar fríamente y creas que no tenés salida, acordate que tenés una oportunidad.

Cuando la injusticia te agobie, te oprima con sus largos brazos y sientas que estás solo, acordate que tenés una mano tendida.

Cuando la soledad invada tu alegría, te encierre en un pozo y creas que nadie te sacará, acordate que alguien siempre piensa en vos.

Cuando tus problemas te superen y no sepas qué hacer con ellos y sientas que la desesperación te invade, acordate que tenés otra chance.

Cuando la desconfianza se apodere de tus sentidos y no puedas reconocer la sombra de una mano amiga, acordate que alguien ya te la ofreció.

Cuando la inmadurez ciegue tus ojos, te haga perder el rumbo y el cariño y la confianza de tus seres queridos, acordate que hay mucho tiempo para ser escuchado.

Cuando la impulsividad comande tus actos, no te deje reflexionar y marches alocadamente en tu vida, pará un segundo y acordate de tus amigos.

Cuando la agresividad sea el común denominador en todo lo que hagas y te sientas rechazado, acordate que la amistad no es racista.

Cuando pierdas la calma, te desesperes, te sientas en medio de un páramo desconocido, y no sepas hacia donde dirigirte, mirá en tu agenda de direcciones.

Cuando el egoísmo te tienda una trampa, te tiente y no sepas cuál es la elección correcta, acordate que tus amigos lo pudieron haber vivido.

Cuando la indecisión te vende los ojos, los cubra de oscuras dudas y haga peligrar tu seguridad, acordate que los amigos te pueden ayudar a sacarte la venda.

Cuando la tristeza se apodere de vos, te llene los ojos de lágrimas y el alma de penas, acordate que tus amigos te pueden prestar un hombro.

Cuando el orgullo te haga decir cosas que no sentís y te lance contra las personas que más querés, acordate que errar es humano.

Cuando la mentira sea uno de tus recursos para lograr algo y pretenda convertirse en tu aliado, acordate que tiene las patas cortas y es muy petisa para vos, no te rebajes.

Cuando la ingenuidad te quiera engañar como a un bebé y te quiera pasar por encima sin respetar tu decisiones como persona, contá con un amigo para luchar.

Y si la vida lo permite, cuando estés alegre, contento, con ganas de cantar, de saltar, de emocionarte, de contar algo que te pasó, de pedir un consejo o simplemente estar con alguien, ahí también acordate de tus amigos!


miércoles, 11 de noviembre de 2020

Te extrañamos vida.

Este texto sale a la luz en forma tardía, digamos fuera de timing, cuando ya la cuarentena y el distanciamiento social es más una norma que algo extraño. Ya no tiene la novedad del fenómeno recién iniciado, todos ya han hecho la catarsis correspondiente en los medios y redes sociales al alcance, han implosionado en el encierro, han descubierto sus talentos ocultos y se han filmado en clases virtuales y en llamadas más que en el resto de su vida anterior. Y yo todavía estoy empezando a disfrutar las ventajas de este reducido contacto personal. No tengo nada contra las personas, en serio, pero hay veces en que prefiero conversar con el perro o simplemente quedarme callado mirando por la ventana. Repito que no soy alérgico al contacto social, más bien diría que soy capaz de autoabastecerme el entretenimiento, de encontrar paz en la ausencia de charlas y de no sucumbir a la imagen que me devuelve el espejo. 

Mi cotidianeidad de cuarentena comenzó en traer todo mi equipamiento laboral a casa; eso duró lo mismo que la posibilidad de la empresa de subsistir en esas condiciones. Cuando la voluntad de firmar el cheque a fin de mes caducó y el equipamiento fue devuelto, toda mi atención fue canalizada a la manutención de la estabilidad doméstica, el surtido de alacenas y que los retoños cumplimenten su conexión virtual a la educación del futuro o lo que es lo mismo, que no aprendan ni siquiera a retener la más simple de las operaciones ni a escribir una frase sin superar el límite máximo tolerable de treinta faltas de ortografía. Si hay algo que le debo agradecer al virus endemoniado que nos forzó a encerrarnos es la cantidad de tiempo que he pasado con mis hijas que el bendito horario comercial no me permitía. Igual, no quiere decir que me amen ya que como padre, soy un pésimo pedagogo. 

La piel de las manos se me agrietó más de una vez. Los pulverizadores se multiplicaron al igual que los aerosoles que desinfectan casi todo. La nueva normalidad, sus nuevos productos y protocolos inundaron la rutina de todos con la intención de quedarse definitivamente en nuestra vida. Ya a esta altura han salido libros, charlas Ted, convenios entre gobierno, cursos y están pensando en inventar una vacuna para sacarnos de este sufrimiento. Y yo, lerdo, estoy haciendo ahora mi primera (y única, dirán ustedes) exposición a calzón quitado de nada en particular sobre esta pandemia. 

Yo extraño la espontaneidad de la gente. Mirar a los ojos (por elección, no por obligación). Los abrazos apretados. No tener que sacar turno para todo. Pedir permiso para todo. Poder viajar sin restricciones a donde me alcance el mapa. Extraño respirar sin barbijo. Que me duela todo el cuerpo de jugar al fútbol. Apretar fuerte una mano extendida en saludo franco. Las palmadas de afecto en la espalda. Extraño la vida sin límites. 

La extrañamos.