En esta tarde gris, en la víspera de un nuevo encierro y con la tormenta por la ventana amenazando caer, sintonicé la radio en FM, subí el volumen al máximo y sin desearlo escuché nuestro tema que inundaba el despacho en profundas e hirientes, punzantes notas musicales.
Me recliné en las profundidades del sillón, me encerré rodeado de mis pensamientos que iban rotando sin pausa del más agradable éxtasis de inmensa felicidad de tus recuerdos hasta unos indescriptibles nudos en la garganta (y en la espalda) de la angustia de todos los días.
La canción que sonaba, sus acordes melodiosos fueron un viaje sensorial que me transportó muy lejos sin necesidad de levantarme de donde estaba, con los ojos cerrados con firmeza. Y de pronto, como salido de un sueño ajeno escuché tu única voz que imperiosa gritaba, que con dulzura susurraba mi nombre, que me empujaba y me elevaba.
La radio, ahora molestando vendiendo electrodomésticos que se rompen al primer uso y dando sin anestesia malas noticias en general me impedía poder saber de dónde venía ese dulce e irresistible llamado.
Entonces abrí los ojos muy lento, muy despacio, como acariciando, como disfrutando el movimiento; alcancé a percibir entre grises brumas y sombras tu rostro, tantas veces deseado, tu pelo perfumado y ya no necesité saber nada más.
Lejos, muy lejos de mis sentidos, la radio aún anunciaba el siguiente tema.