lunes, 30 de julio de 2012

Espera

¡Qué angustia y desasosiego genera la espera! Te espero y te demoras. El dial del reloj se despinta con mi mirada posándose sobre él; aún así su marcha es excesivamente lenta, inexorable.
Qué impaciencia siento crecer dentro mío, mis pasos se acumulan uno tras otro pero no me acercan a ningún lado. Y es que parece todo en sintonía para que te espere. Mientras tanto, afuera nubes lentas, las ramas del sauce meciéndose lento y la quietud de la tarde hacen eterna esta espera.
El abismo de mi alma se hace aún más profundo cuando te aguardo, más poderoso. Y me aguarda también, sólo que su paciencia es infinita y su triunfo seguro.
El hueco de la soledad se alimenta de nuestras esperas, de nuestros anhelos; como siempre esperamos más, deseamos más y lo que obtenemos sólo nos deja algo conformes, el hueco sólo se hace más insondable, la soledad más oscura y más vanas nuestras esperanzas.
¡Que inquietud se apodera de mí cada vez que te espero! Salen a relucir todos mis tics inútiles, movimientos rítmicos sin motivo, mirada ansiosa perforando el aire, mis pasos errantes alrededor de las paredes prisioneras, en un circuito infinito.
El tiempo que te espero es la eternidad y el instante en que llegas, otra eternidad.

miércoles, 25 de julio de 2012

Puntos seguros, rostros conocidos


En la búsqueda de lugares de apoyo, puntos familiares y cotidianos, miramos calles, árboles, vientos y temperaturas medias. Buscamos orientarnos en un mundo que busca aplastarnos con su infinitud, abre ante nosotros un mapa enorme para nuestro espíritu de hormiga.
¿Y saben qué buscamos? Rostros cotidianos.
La vecina del frente, con los ruleros y el mini perro en brazos, el abogado de la esquina, lleno de celulares y el pelo siempre peinado a la humedad, el político que nunca se ve pero imaginamos de memoria sus canas y su poblado bigote.
Estos mínimos personajes nos aseguran que estamos en el escenario correcto. Porque podemos equivocarnos de teatro y de golpe, tener un elenco diferente, un decorado desconocido. Y ahí, desamparados, empezamos a encontrar (porque no los buscamos, por lo menos en forma conciente) rostros que nos parecen familiares. Hasta rostros de quienes menos conocemos o apreciamos se aparecen en esa danza caótica de transeúntes ubicuos. A mi personalmente me asusta, mi espíritu sencillo se ve atemorizado por la posibilidad de una intervención canallesca, tal vez diabólica. Pero no puedo evitar encontrarme con ellos, y cuando los veo me sonrío, sólo para ocultar el temor y ganarme su simpatía. No confío en ellos, los rostros cotidianos no logran engañarme, sé que mi lugar no es este, aunque insistan.

martes, 17 de julio de 2012

Cursilerías de la paternidad

Todo brilla bajo el helado resplandor del sol invernal. Un rayo traspasa el ventanal, reposa sobre la espalda del sillón y termina desparramado bajo la pata de la mesa.
Adentro del living atestado de muebles la atmósfera es cálida y así debe ser. Varias mantas descansan sobre el baúl del living y en las camas de ambas habitaciones, uno nunca sabe dónde y cuando las necesitará tener a mano. También pequeños trozos de tela para enjugar cualquier efluvio encuentran asilo en bolsillos urgentes.
A pesar del paso del tiempo, aún siguen viniendo visitas; el ritual es básicamente el mismo: timbre, abrazos, felicitaciones, regalo, mate, charla varia, saludos y despedida. No podría decir que las disfruto, tampoco que me molestan pero a veces uno necesita (en la acepción más vital) de un poco de tranquilidad y silencio. Lo que mi heredera no podrá nunca reclamar es por la falta de presentes, eso no cabe la menor duda.
Todo lo que un padre pueda decir acerca de su vástago podrá ser (y con justa razón) tildado de parcial, el juicio nublado por cataratas de babas paternales impide hacer un despliegue honesto de características, subrayando las enormes capacidades que transformarán a nuestra hija en cualquier cosa sobresaliente que se nos ocurra e ignorando los ya de por sí inexistentes defectos. Los agudos gritos son interpretados como la afinación de una futura barítona (?), los intermitentes llantos pronostican a la sucesora de Andrea del Boca y los dedos largos auguran cualidades innatas para descollar tocando el piano. Toda ella está concebida para arrasar con los corazones humanos, sin distinción de género ni color, sus pestañas curvas hacen un aleteo hipnótico, sus brazos estilizados confeccionados para estrujar la cintura de su padre y sus infinitas piernas vadearán los océanos sin esfuerzo.
Atrás en el olvido quedarán las noches en vela, caminatas alrededor de la mesa aferrado a la esperanza de que sus ojos pronto encuentren descanso y mi cuerpo sosiego. Estas cosas no son más que detalles pintorescos de una relación que se fortalece con cada segundo que transcurre.
Si alguien alguna vez pudiera buscar y no encontrar una definición de belleza, que me llame sin dudar, una foto de Agustina será más que suficiente para simplificar el concepto.
Fuera, la fría noche se cierra haciendo de los transeúntes pequeñas fumarolas de vapor, la luna vigila espectante la ventana de aquel tercer piso, como queriendo compartir un pequeño momento con mi sol.

lunes, 9 de julio de 2012

Literatura, ficción y más ciudades [26]

Día del tercer pedrusco, hora primera - Kalahari

Las llamas relamían, la idea me bailaba. Creo que la entendí por una distracción. Me dejé llevar, pensaba en otra cosa: en dos cuerpos celestes poderosos que tendría que reubicar al día siguiente porque amenazaban con una colisión que no servía, que podía arruinar las relaciones y proporciones de su sector, muy alejado del tercer planeta. Estaba, digo, distraída, y entonces entendí: había sido un día vulgar, no había hecho nada interesante, solo tratar de poner vida común en un pedrusco, pero si concretaba lo que acababa de pensar todo sería distinto de repente. Poner vida era fácil, lo nuevo era acotarla. Cerrarla, definir. Condenarla: incluir en los cuerpos que había organizado la información de que esa vida se acabaría en algún momento: empezarlos con su final seguro. Los bichos, antes, claro, no duraban siempre, pero solo acababan por una acción de afuera: los mataba una piedra, el calor, su enemigo, algún desconocido, otro se los comía, pero ninguno se terminaba por sí mismo. Era una idea.
Por un momento entendí cómo se sienten, a veces, otros. Exultaba. La idea del final de las vidas era brillante, aunque nadie pudiera entenderla todavía. No fue difícil bajar la información y poner en marcha el mecanismo, pero yo misma no podía entenderlo del todo, todavía. El jefe entendió menos: en vez de celebrar, de felicitarme como correspondía, siguió con su rabieta:
 - Más y más tonterías, para qué. A ver si deja de perder su tiempo.

Un día en la vida de Dios - Martín Caparrós

lunes, 2 de julio de 2012

Historia en tres capítulos - Capítulo 3


Lo único que quiero no me lo pueden devolver. 

Él miró su obra y sonrió con satisfacción. No era partidario de la violencia ni los golpes, nunca le gustaron esos inútiles derramamientos de sangre y grandes explosiones de las películas de acción, pilas de casquillos saltando de aquí para allá, eran para él inútiles recursos desperdiciados: para qué tanto espectáculo si con un “enter” se simplificaba todo.
Simple. Ubicó por internet uno por uno a todos los directivos de la fábrica, que ostentaban  otros puestos en otras empresas y gozaban de sueldos estratosféricos; con ayuda de los contactos que se había forjado y un software por él desarrollado les vació sus cuentas bancarias, les canceló tarjetas de crédito, publicó sus biografías, sus direcciones y datos personales, sus “proezas” financieras, desfalcos que dejaron las calles sembradas de desempleados deseosos de cobrarse el vuelto, los citó con diferentes excusas en un mismo lugar, una oficina del barrio más elegante de la ciudad, en un edificio exclusivo (por supuesto, no era su propiedad) y una vez allí, por video conferencia les informó quién era y las razones por las que los había reunido y qué iba a hacer con ellos. Como hacen todas las víctimas que tienen la conciencia sucia, lloraron, gritaron, rogaron de rodillas y suplicaron hasta la humillación. Pero Hernán, con el corazón endurecido por las eternas noches de pesadillas, no prestó atención a esas voces que chillaban piedad. Del sistema de ventilación empezó a salir un veneno que había descubierto en uno de sus múltiples y desagradables trabajos, que penetró poco a poco los pulmones y los dejó con esa expresión vacía, las cuencas de los ojos hundidas y los brazos extendidos, exorcizando de esta manera a sus propios fantasmas.