Al mismo tiempo, mi hermana estaba tomando mate con una amiga, hablando sobre la desgracia de su esposo de tener que levantarse a las cuatro y media de la mañana para entrar a trabajar en la remisería. Pensaba que no era justo que hiciera tanto esfuerzo para ganar ese mísero sueldo y eso la rebelaba y preocupaba. Su amiga estaba de acuerdo en que era un trabajo complicado pero no dejaba de tener su mérito.
Entretanto, su esposo gemía y transpiraba sobre el vientre de la dueña de la remisería, acariciando su lacio pelo que mantenía ese color negro con tinturas y baños de crema excesivamente caros. Pensaba en lo fuerte que estaba y en lo firme que tenía el trasero y que esperaba no tener que trabajar tantas horas como compensación. Ella creía que era su obligación mantener contentos a sus empleados, se esmeraba mucho y no guardaba ninguna culpa en su conciencia.
Al mismo tiempo, el ahijado de mi hermana, de catorce años, corría en la pista de atletismo a las órdenes de Gerardo, el profesor de gimnasia. No pensaba en nada, sólo llegar a la meta lo más rápido posible: les habían prometido la posibilidad de participar en un torneo intercolegial y quería lograr formar parte del equipo. Observando el grupo que se esforzaba en la pista, el profesor soñaba con las instancias finales en Mar del Plata de los Torneos, con las medallas y el regreso triunfal, mientras gritaba dando ánimos a los chicos.
Entretanto yo peleaba con esta idea, no podía aceptar que cuando yo no esté no se produzca ningún cambio; ¿es que no soy capaz de influir en nada? ¿Nadie sentirá un pequeño cambio, un vacío en donde solía estar mi cuerpo? Palabras que dije no serán recordadas y fotos en donde aparezco serán quemadas, me dije con rencor.
Al mismo tiempo mi mujer, que trabaja todo el día en el hospital, haciendo doble turno y cubriendo francos de las perezosas que tiene como compañeras, pensaba en mí, y con una sonrisa en el rostro, sacaba una muestra de sangre del brazo de un paciente. Pensaba que al regresar tendría que escuchar mis lamentos y quejas, pero eso no le importaba, yo estaría allí con ella y eso era lo único que importaba. Las otras empleadas tomaban mate en la cocina y se ponían de acuerdo para salir el fin de semana, aunque sería necesario pasar parte de enfermas y pedir que alguien cubra el turno.
En ese momento, mi amigo Ernesto, compañero de aventuras de adolescente, escribía concentrado en su monitor un artículo sobre la cosecha de cebollas que saldría en la edición matutina de un gran diario del sur argentino, consciente de que su esfuerzo sería olvidado en un par de días, tapado bajo la marea creciente de noticias cotidianas. En esa reflexión estaba cuando recibió mi llamado; qué haces loco, le dije, acá, laburando un poco, estoy complicado con los tiempos de entrega, y vos? me preguntó a su vez, todo normal, con ideas locas en la cabeza. Que raro vos, siempre empleando el tiempo para sacudir las neuronas, ironizó. Te dejo que tengo gente, le dije, después te llamo y armamos un partido para el sábado. Saludos y hasta dentro de un rato.
Al mismo tiempo, mi jefe escribía una carta donde agradecía a todos por el esfuerzo y las ganas de trabajar pero que el hilo del carretel se le había terminado, que todos sus intentos por llevar adelante la empresa habían sido vanos y se despedía con frases agónicas. Finalizó el trámite tirándose bajo el tren delantero de una F-100.
Creo que todos tienen mucho para ofrecer a la vida y a los que los rodean. El aprendizaje diario nos deja exhaustos y puede parecer caótico. Hay mucho que hacer, no alcanzan días de veinticuatro horas para quedar satisfechos. Sin embargo, todos aprendemos de todos y aún sin querer nuestros actos dejan huella, marcas que perduran en el espíritu de los que nos aprecian. Y esos recuerdos son los que nos mantienen vivos aún después de dejar de respirar. Y es en definitiva, nuestro grano de arena que sostiene y forma parte de una gran montaña.