miércoles, 23 de febrero de 2022

De obsesiones y decepciones

Del medio salía una columna de humo blanco que oscilaba mecida por la suave brisa. Los pájaros que habían sido espantados primero por el zumbido agudo y luego por el poderoso estampido volvían tímidos a posarse sobre los árboles e incluso algunos más curiosos se acercaron para ver qué había sucedido.

Todavía la tierra temblaba, se podía ver las puntas de los arbustos mecerse somnolientos hasta quedarse quietas y aún algún pequeño derrumbe de rocas sueltas y arenilla se dejaba sentir en el siniestro sopor de la tarde mientras el eco aún retumbaba entre las deslizantes paredes de la colina y huía hacia las nubes. 

En el centro de lo que era una mancha negra pintando un cráter del tamaño de una cancha de fútbol y todo alrededor de él se encontraban partes humeantes, objetos inidentificables que alguna vez fueron útiles. Trozos de plástico, cueros chamuscados, metales retorcidos conformaban una escena apocalíptica, desoladora. No había en esa zona ni un solo pedazo mayor que un plato familiar.

Del fuselaje se adivinaban pequeñas superficies desgarradas; no había quedado ni un asiento completo, restos de telas quemadas y herrajes, algún tramo de cables conectores y cinturones de seguridad adornaban macabros la superficie arrasada. Las dos turbinas se habían enterrado en la superficie debido a la enorme velocidad con que el aparato impactó el suelo.

Más allá, algún pantalón de vestir que había estado doblado con delicadeza dentro de una valija ahora yacía sucio y espantosamente solo. Papeles flotaban y giraban sin destino, arrastrados por el aire en movimiento.

Uno de esos papeles que se salvó de casualidad explicaba todo. En él se leían un par de líneas que echaba luz sobre todo lo sucedido. Un copiloto que había esperado infructuosamente durante más de veinte años un ascenso se coló en el cockpit, redujo a los pilotos y a toda velocidad apuntó la nariz del avión contra el piso.