domingo, 16 de agosto de 2020

Destino final

 Yo siempre supe que iba a morir de cáncer, son esas cosas que uno intuye temprano en la vida cuando algunas señales se van acumulando, esas indirectas como contactos que comparten historias de gente con la enfermedad, propaganda de medicamentos y tratamientos paliativos, compañeros de trabajo que se van antes porque deben cuidar a un familiar o enterrarlo. Disculpen si resulta ofensiva la declaración, léanla como mi última voluntad y así será un poco más tolerable. 

Al principio, me enojé. Es decir, nadie quiere saber cómo termina aunque lo digan. Decidí que esos mensajes no eran para mí y que no me iba a afectar, que los ignoraría. Con el tiempo uno tras otro se me presentaban sin objeciones, sin pausa y me iban torciendo la voluntad. El márketing de la enfermedad es malo y negativo, tiene muy mala prensa pero la repetición es intensa y se te termina metiendo en el cuerpo y lo creés. 

Si te duele la cabeza, va por ahi. Si cuando llueve, los huesos te duelen como si tuvieran terminaciones nerviosas, la conclusión es clara. Además, la comida superprocesada actual es propicia para pensar que los males estomacales en general, la mala digestión, esos ruidos que uno escucha por la noche (que no vienen del departamento de al lado) es el estómago sucumbiendo a los ataques infernales. Y ni hablar del cigarrillo, el demonio en persona con halo de humo tabacal y boquillas delicatessen que te trae a tu propia casa la versión respiratoria con perspectiva de mochila y rapidez para el trámite.

Llegué a pensar en algún momento que el pronóstico oncológico no se cumpliría. Chocar tu vehículo de frente a poco más de sesenta kilómetros por hora no es algo que mucha gente termina contando. Esa película en cámara lenta que se produce, ese cliché de ver toda tu vida completa como en diapositivas de repente no terminó y ahí me di cuenta que no escaparía de los designios que en profundidad estaban tallados para mi.

Participar de campañas para recaudar fondos para luchar contra este flagelo fueron oasis en un desierto lleno de dolor y angustia. Ver caras reconcentradas, existencias enteras sumidas en la tarea de alargar el hilo de esperanza, en tratar de encontrar un destello de luz en un horizonte tremendamente negro y poder alivianar un poco la carga de los demás fue liberador y desde un punto de vista egoísta, redentor para mis vertiginosos pensamientos.

Recostado, miro por la ventana. Mis ojos acuosos, nublados por la morfina están fijos en la nada. Sería más fácil decir lo que no me duele, más corto por lo menos pero ni siquiera esa lista les daría una miserable idea de lo terriblemente dañina que es esta enfermedad. Es la personificación de un estratega militar, de un boxeador que tras un golpe efectivo a la mandíbula huele próximo el knockout. Miré hacia arriba como buscando una respuesta y así pude ver cómo una placa del techo cayó sobre mi cabeza aplastándome a mi y a mi destino final.

lunes, 10 de agosto de 2020

Aquellas tardes

Las tardes de verano en el pueblo eran de lo mejor que mi memoria guardaría. Los padres inutilizados por el calor huyen hacia el interior de las casas buscando reparo en la siesta, dejando el camino libre a los hormonales adolescentes. Ni bien el almuerzo acaba, es cuestión de agarrar una mochila, una toalla, la billetera y poco más para encarar el día. El calor sofoca y te hace desear que el parque municipal y sus piletas estén más cerca. La caminata bajo el sol de enero se hace larga; por eso hacer un par de paradas para buscar sombras protectoras nos parece imprescindible. Pasamos después por el kiosko a buscar cigarrillos, chicles y algunas galletitas para acompañar al mate y ahí nos encontramos con Euge, Gaby y quedamos en vernos después en la pileta grande, donde siempre se sentaban. 
Prendimos un cigarrillo y nos subimos al fitito a dar un par de vueltas antes de entrar al parque. La pileta una tarde de verano es como una pasarela, una especie de muestrario en el que todos sacan pecho para sobresalir, mirar y ser mirado. Con suerte, las viejas chusmas te hacían un escaneo de cuerpo completo y al día siguiente salía publicado en primera plana; con un poco más de suerte no pasabas desapercibido. 
Pusimos el fitito en un lugar a la sombra, pasamos la revisación médica que consistía en sacarse las ojotas y abrir uno por uno los dedos de los pies para que la enfermera revise si había algún tipo de hongos. Una vez adentro, tirar las cosas a un costado y correr a tirarse al agua no tardaba mucho tiempo. Un par de anchos a la pileta y otro par de brazadas improvisadas como para refrescarse, sin dejar de mirar con disimulo. Salir de la pileta con los pies mojados siempre fue peligroso, el riesgo de un vergonzoso resbalón está presente y los pasos deben ser firmes y sin dudas; caerse era descender en la escala social, si eso fuera posible, además de ganarse un moretón o incluso algo peor.
Ya más frescos, las opciones eran un peleado encuentro de truco, un charlado mate o simplemente tirarse de espalda a tomar sol. Y nunca dejábamos de mirar.