Decir mentiras para cualquier ser humano implica un proceso de aprendizaje (algunos tienen mejores condiciones, por supuesto) que generalmente dura toda la vida. Arranca con esa carita de fingida felicidad cuando el tío Rolando nos regala un vaso de plástico color verde raído cuando en realidad queríamos ese autito a fricción con un rayo pintado en el costado; continúa cuando ese florero cae al piso rompiéndose en mil pedazos por "culpa del viento", lo mismo que los aullidos del perro y los mechones de pelo castaño de nuestra hermanita menor que se caen por "causas naturales", mientras miramos con carita de pobre niño a nuestros padres que no se deciden a ponernos en penitencia. La adolescencia es terreno fértil para la mentira, ya sea para justificar el faltazo a clases, para lograr que esa niña esquiva aunque sea nos sonría o pedirle al profesor de gimnasia que nos perdone la falta.
Todos han (hemos) mentido alguna vez, pero esto no es pergamino suficiente para considerarnos buenos mentirosos (por eso, no todos somos buenos jugadores de truco): nos transpiran las manos, millones de tics nerviosos pueblan nuestro semblante, miramos para cualquier lado, menos a los ojos de nuestro interlocutor. Además, ¿quién no duda cuando alguien empieza la frase con un: "Te lo digo honestamente..."? Por lo menos a mi me genera más dudas que certezas cuando me aseguran que me están diciendo la verdad. Podrán intentar decirme una mentira con la boca pero el cuerpo me va a estar diciendo la verdad todo el tiempo, porque hay cosas que lo van a delatar. Las emociones también juegan un papel importante a la hora de mentir ya que nos pueden traicionar: es que estamos también mintiéndonos a nosotros mismos y eso genera un sentimiento de culpa que es difícil de superar.
Dicen las estadísticas que después de cumplidos los 30 se miente menos... ¿Será verdad? Entonces, ¿por qué hay tanto político que sigue volviendo después de que se fueran todos?