jueves, 21 de julio de 2022

Mentiras blancas (y de las otras)

 Decir mentiras para cualquier ser humano implica un proceso de aprendizaje (algunos tienen mejores condiciones, por supuesto) que generalmente dura toda la vida. Arranca con esa carita de fingida felicidad cuando el tío Rolando nos regala un vaso de plástico color verde raído cuando en realidad queríamos ese autito a fricción con un rayo pintado en el costado; continúa cuando ese florero cae al piso rompiéndose en mil pedazos por "culpa del viento", lo mismo que los aullidos del perro y los mechones de pelo castaño de nuestra hermanita menor que se caen por "causas naturales", mientras miramos con carita de pobre niño a nuestros padres que no se deciden a ponernos en penitencia. La adolescencia es terreno fértil para la mentira, ya sea para justificar el faltazo a clases, para lograr que esa niña esquiva aunque sea nos sonría o pedirle al profesor de gimnasia que nos perdone la falta. 

Todos han (hemos) mentido alguna vez, pero esto no es pergamino suficiente para considerarnos buenos mentirosos (por eso, no todos somos buenos jugadores de truco): nos transpiran las manos, millones de tics nerviosos pueblan nuestro semblante, miramos para cualquier lado, menos a los ojos de nuestro interlocutor. Además, ¿quién no duda cuando alguien empieza la frase con un: "Te lo digo honestamente..."? Por lo menos a mi me genera más dudas que certezas cuando me aseguran que me están diciendo la verdad. Podrán intentar decirme una mentira con la boca pero el cuerpo me va a estar diciendo la verdad todo el tiempo, porque hay cosas que lo van a delatar. Las emociones también juegan un papel importante a la hora de mentir ya que nos pueden traicionar: es que estamos también mintiéndonos a nosotros mismos y eso genera un sentimiento de culpa que es difícil de superar. 

Dicen las estadísticas que después de cumplidos los 30 se miente menos... ¿Será verdad? Entonces, ¿por qué hay tanto político que sigue volviendo después de que se fueran todos?

miércoles, 6 de julio de 2022

Cable a tierra

Había sido un día muy largo, reuniones con el contador para cerrar el balance, llamando a proveedores en busca de facturas perdidas y recibos fantasmas. Llamadas telefónicas eternas con el abogado que se empeña en hacerle juicio a todo el mundo y lidiar con personal que no es del todo idóneo en cuestiones de contabilidad y administración me había agotado el cuerpo pero también la cabeza, que huía de a ratos a lugares más soleados. Mientras todos terminaban sus tareas, fui a la cocina que la oficina tiene al fondo con una mesada pequeña, pileta y una mesa con dos sillas. 

Apoyé la cadera en el borde del mármol, cerré los ojos e intenté resetear el torbellino que desordenaba mis ideas, necesitaba descargar las tensiones que me había agobiado todo el día porque el día aún no había terminado. Bajé una de mis manos, desabroché el botón del jean y busqué el calor radiante de mi entrepierna; deslicé primero un dedo y después otro dentro de la tanga que apenas se mantenía seca y empecé a frotarme despacio los labios por fuera, acariciando los pliegues, subiendo la temperatura. Hice presión con ambos dedos apretando y soltando, a veces con la yema, a veces con el costado, pellizcando suave mientras tras mis párpados desfilaban algunas estrellas y mis rodillas comenzaban a doblarse. Los dedos ya mojados se fueron solos hacia adentro en orden y por turno haciendo que broten pequeños sonidos de mi garganta; la cocina me pareció que empezaba a arder, me zumbaban los oídos y apoyando una rodilla sobre la mesada con la otra mano por la espalda empecé a hacer círculos alrededor de mi culo como amagando entrar y no. Eso no hizo más que doblegarme las piernas y aterricé en el piso, rodillas separadas entregada a la autoexploración. Empezó a fluir cada vez más intenso un impulso desde mi interior que me obligaba a mover los dedos más rápido hasta que al fin una explosión de luz me hizo temblar con espasmos de indescriptible placer. Mis dedos no detuvieron su danza, despacio se frotaban contra mi piel haciendo que mis pezones duros como estacas emitan oleadas eléctricas  Un aroma picante empezó a inundar la cocina, las manos impregnadas de mis esencias, la tanga difícil de recuperar y de a poco la cabeza se me fue aclarando. 

Todavía quedaba firmar el balance e ir a cenar con los socios de la empresa y yo ya estaba en forma otra vez.