Se escuchó el ruido de la puerta. Indudablemente alguien había entrado a la habitación. Es decir, se baja el picaporte con su típico chirrido carente de lubricante, se escucha el sufrido girar de los goznes con idéntica frecuencia, se percibe una leve baja en la temperatura debido al ingreso de una masa de aire frío proveniente del exterior del cuarto, se escucha la presión que alguien realizó sobre la placa de madera hinchada por la humedad para que encajase en su marco y se oyó claro y prístino el golpe de la puerta cerrándose. Era obvio que alguien había entrado.
jueves, 10 de diciembre de 2020
Última mirada
viernes, 4 de diciembre de 2020
La vida se abre camino
Te escuchaba llorar en la habitación contigua; un llanto apagado, contenido, como que no querías que ese llanto te delatara débil, conmocionada; luego un silencio, como si quisieras recomponerte y un chasquido.
martes, 24 de noviembre de 2020
Paranoia
Ya sospechaba algo extraño, su forma de ser suspicaz, siempre cuestionadora, le hacía pensar y hacer intrincadas relaciones de cosas, pequeños detalles que en apariencia no tenían nada que ver que terminaban siendo parte de un gran complot.
lunes, 16 de noviembre de 2020
Lo que un amigo le dice a sus amigos
Cuando
el miedo te acorrale, te impida pensar fríamente y creas que no tenés salida,
acordate que tenés una oportunidad.
Cuando
la injusticia te agobie, te oprima con sus largos brazos y sientas que estás
solo, acordate que tenés una mano tendida.
Cuando
la soledad invada tu alegría, te encierre en un pozo y creas que nadie te
sacará, acordate que alguien siempre piensa en vos.
Cuando
tus problemas te superen y no sepas qué hacer con ellos y sientas que la
desesperación te invade, acordate que tenés otra chance.
Cuando
la desconfianza se apodere de tus sentidos y no puedas reconocer la sombra de
una mano amiga, acordate que alguien ya te la ofreció.
Cuando
la inmadurez ciegue tus ojos, te haga perder el rumbo y el cariño y la
confianza de tus seres queridos, acordate que hay mucho tiempo para ser
escuchado.
Cuando
la impulsividad comande tus actos, no te deje reflexionar y marches
alocadamente en tu vida, pará un segundo y acordate de tus amigos.
Cuando
la agresividad sea el común denominador en todo lo que hagas y te sientas
rechazado, acordate que la amistad no es racista.
Cuando
pierdas la calma, te desesperes, te sientas en medio de un páramo desconocido,
y no sepas hacia donde dirigirte, mirá en tu agenda de direcciones.
Cuando
el egoísmo te tienda una trampa, te tiente y no sepas cuál es la elección
correcta, acordate que tus amigos lo pudieron haber vivido.
Cuando
la indecisión te vende los ojos, los cubra de oscuras dudas y haga peligrar tu
seguridad, acordate que los amigos te pueden ayudar a sacarte la venda.
Cuando
la tristeza se apodere de vos, te llene los ojos de lágrimas y el alma de
penas, acordate que tus amigos te pueden prestar un hombro.
Cuando
el orgullo te haga decir cosas que no sentís y te lance contra las personas que
más querés, acordate que errar es humano.
Cuando
la mentira sea uno de tus recursos para lograr algo y pretenda convertirse en
tu aliado, acordate que tiene las patas cortas y es muy petisa para vos, no te
rebajes.
Cuando
la ingenuidad te quiera engañar como a un bebé y te quiera pasar por encima sin
respetar tu decisiones como persona, contá con un amigo para luchar.
Y
si la vida lo permite, cuando estés alegre, contento, con ganas de cantar, de
saltar, de emocionarte, de contar algo que te pasó, de pedir un consejo o
simplemente estar con alguien, ahí también acordate de tus amigos!
miércoles, 11 de noviembre de 2020
Te extrañamos vida.
Este texto sale a la luz en forma tardía, digamos fuera de timing, cuando ya la cuarentena y el distanciamiento social es más una norma que algo extraño. Ya no tiene la novedad del fenómeno recién iniciado, todos ya han hecho la catarsis correspondiente en los medios y redes sociales al alcance, han implosionado en el encierro, han descubierto sus talentos ocultos y se han filmado en clases virtuales y en llamadas más que en el resto de su vida anterior. Y yo todavía estoy empezando a disfrutar las ventajas de este reducido contacto personal. No tengo nada contra las personas, en serio, pero hay veces en que prefiero conversar con el perro o simplemente quedarme callado mirando por la ventana. Repito que no soy alérgico al contacto social, más bien diría que soy capaz de autoabastecerme el entretenimiento, de encontrar paz en la ausencia de charlas y de no sucumbir a la imagen que me devuelve el espejo.
Mi cotidianeidad de cuarentena comenzó en traer todo mi equipamiento laboral a casa; eso duró lo mismo que la posibilidad de la empresa de subsistir en esas condiciones. Cuando la voluntad de firmar el cheque a fin de mes caducó y el equipamiento fue devuelto, toda mi atención fue canalizada a la manutención de la estabilidad doméstica, el surtido de alacenas y que los retoños cumplimenten su conexión virtual a la educación del futuro o lo que es lo mismo, que no aprendan ni siquiera a retener la más simple de las operaciones ni a escribir una frase sin superar el límite máximo tolerable de treinta faltas de ortografía. Si hay algo que le debo agradecer al virus endemoniado que nos forzó a encerrarnos es la cantidad de tiempo que he pasado con mis hijas que el bendito horario comercial no me permitía. Igual, no quiere decir que me amen ya que como padre, soy un pésimo pedagogo.
La piel de las manos se me agrietó más de una vez. Los pulverizadores se multiplicaron al igual que los aerosoles que desinfectan casi todo. La nueva normalidad, sus nuevos productos y protocolos inundaron la rutina de todos con la intención de quedarse definitivamente en nuestra vida. Ya a esta altura han salido libros, charlas Ted, convenios entre gobierno, cursos y están pensando en inventar una vacuna para sacarnos de este sufrimiento. Y yo, lerdo, estoy haciendo ahora mi primera (y única, dirán ustedes) exposición a calzón quitado de nada en particular sobre esta pandemia.
Yo extraño la espontaneidad de la gente. Mirar a los ojos (por elección, no por obligación). Los abrazos apretados. No tener que sacar turno para todo. Pedir permiso para todo. Poder viajar sin restricciones a donde me alcance el mapa. Extraño respirar sin barbijo. Que me duela todo el cuerpo de jugar al fútbol. Apretar fuerte una mano extendida en saludo franco. Las palmadas de afecto en la espalda. Extraño la vida sin límites.
La extrañamos.
lunes, 26 de octubre de 2020
Momentos de suma importancia
Hace algo de fresco y la noche está agradable; los aislados ruidos pandémicos en la oscuridad parecen ser más nítidos, más puros y por eso mismo más intimidantes. Y mirando por la ventana tengo tiempo de pensar, poner la cabeza en foco y dejarla fluir sin restricciones de cuarentena.
viernes, 16 de octubre de 2020
El ejercicio de imaginar
Imaginar que vivimos en otro, diferente lugar, que nos rigen otras diferentes leyes, que nos contiene otro diferente cuerpo. Imaginar que viajamos rápida, solitariamente por otros paisajes y vemos árboles con forma de aves, insectos con forma de agua, rocas con forma de polvo. Pensar que el mundo no es esférico y que presenta forma de cuerpo amorfo (valga la paradoja) y varía cada tanto sólo para despistar, sólo por costumbre. Imaginar que las palabras que decimos salen sólidas de nuestra boca (con forma de dedo pulgar, por ejemplo) y se van volando por entre las nubes mientras las miradas se entrecruzan formando nudos complicados, queriendo entender vaya uno a saber que cosa. Pensar que nuestra realidad es de otros, y vivir viajando por nuestra imaginación, creando nuevos mundos, nuevos individuos, nuevas palabras; pensar que es real todo lo que nos rodea pero con otros nombres, otros efectos y otros olores. Imaginar un viaje con la imaginación donde lo increíble no lo sea tan solo para el que imagine que es posible porque de ilusiones vivimos rodeados, ilusiones que creamos con nuestras mentes, nuestras manos, nuestros prejuicios y que nos limitan hasta el extremo de no dejarnos mover con libertad, verdadera y concreta libertad de seres humanos con gran inventiva para crear obstáculos, para dificultar nuestra vida. Imaginar que el bien es tangible y verdadero, que el afecto no está en extinción, que el amor crece y se reproduce, es volverlos reales, visibles a todas las imaginaciones de los hombres y fáciles de sentir en toda la piel de animal que nos cubre. Crear con la mente lo que nos falta y volverlo corpóreo, completar ese casillero tan esquivo; desear que los recuerdos no se borren y la única imaginación poderosa nos lleve sin pausa al rincón más añorado del calendario. Imaginar, qué agradable sensación nos recorre el cerebro cada vez que viaja descontrolada nuestra imaginación.
martes, 29 de septiembre de 2020
La imaginación al poder (fantasía en el gimnasio)
Entraba al gimnasio, dejaba su mochila en un locker, sacaba la toalla de mano y se lanzaba ciegamente a cumplir con su rutina: al principio con la planilla en la mano, estudiando los ejercicios, calculando los pesos y dosificando las repeticiones y más tarde, tal vez en el transcurso de la segunda semana, ya más confiado y de memoria, se deslizaba entre las máquinas como si fuera de la casa.
martes, 8 de septiembre de 2020
En todas las ciudades hay veredas rotas
Siempre supe que esa niña me rompería el corazón.
Buscándola, me pasaba todo el día yendo al parque o rondando el centro a la tardecita cuando todo el mundo daba la vuelta al perro, evitando a mis amigos y sus bromas pesadas, pensando que la oportunidad con ella me estaba esperando.
Otras veces, de tarde, caminaba con el sol en la espalda por baldíos y calles con adoquines, acortando la distancia que había entre su casa y la mía; pasaba frente a su puerta y sin animarme a golpear, seguía de largo hasta la radio para dedicarle esa canción que bailamos alguna vez.
Desde la lejanía de su mirada esquiva, desde la inocencia de su vestido rosado con volados, ella estaba destinada a hacerme daño, ese dolor infinito que te marca a fuego, daño irreparable. Caminando bajo los tilos de la rambla rumbo al centro con sus amigas, esquivando las veredas rotas de la plaza, a la hora de la siesta o en la pileta, mirando con desdén las zambullidas mortales que nosotros intentábamos en los trampolines solamente para impresionarla, en cualquier escenario se mostraba inalcanzable pero siempre con un aura de imprescindible.
Pasó el tiempo, me humillé de mil maneras, públicas y privadas, incluso llegué a rogarle y ella, divertida y mirando hacia otro lado, rió con sus voz de cascabeles sin decir nada.
En la huida, tropecé con una baldosa suelta de una vereda rota y caí de rodillas rompiendo la tela del jean; miré hacia atrás y vi que ocultaba con disimulo una sonrisa tras su mano. Salí corriendo avergonzado sabiendo que jamás la tendría.
domingo, 16 de agosto de 2020
Destino final
Yo siempre supe que iba a morir de cáncer, son esas cosas que uno intuye temprano en la vida cuando algunas señales se van acumulando, esas indirectas como contactos que comparten historias de gente con la enfermedad, propaganda de medicamentos y tratamientos paliativos, compañeros de trabajo que se van antes porque deben cuidar a un familiar o enterrarlo. Disculpen si resulta ofensiva la declaración, léanla como mi última voluntad y así será un poco más tolerable.
Al principio, me enojé. Es decir, nadie quiere saber cómo termina aunque lo digan. Decidí que esos mensajes no eran para mí y que no me iba a afectar, que los ignoraría. Con el tiempo uno tras otro se me presentaban sin objeciones, sin pausa y me iban torciendo la voluntad. El márketing de la enfermedad es malo y negativo, tiene muy mala prensa pero la repetición es intensa y se te termina metiendo en el cuerpo y lo creés.
Si te duele la cabeza, va por ahi. Si cuando llueve, los huesos te duelen como si tuvieran terminaciones nerviosas, la conclusión es clara. Además, la comida superprocesada actual es propicia para pensar que los males estomacales en general, la mala digestión, esos ruidos que uno escucha por la noche (que no vienen del departamento de al lado) es el estómago sucumbiendo a los ataques infernales. Y ni hablar del cigarrillo, el demonio en persona con halo de humo tabacal y boquillas delicatessen que te trae a tu propia casa la versión respiratoria con perspectiva de mochila y rapidez para el trámite.
Llegué a pensar en algún momento que el pronóstico oncológico no se cumpliría. Chocar tu vehículo de frente a poco más de sesenta kilómetros por hora no es algo que mucha gente termina contando. Esa película en cámara lenta que se produce, ese cliché de ver toda tu vida completa como en diapositivas de repente no terminó y ahí me di cuenta que no escaparía de los designios que en profundidad estaban tallados para mi.
Participar de campañas para recaudar fondos para luchar contra este flagelo fueron oasis en un desierto lleno de dolor y angustia. Ver caras reconcentradas, existencias enteras sumidas en la tarea de alargar el hilo de esperanza, en tratar de encontrar un destello de luz en un horizonte tremendamente negro y poder alivianar un poco la carga de los demás fue liberador y desde un punto de vista egoísta, redentor para mis vertiginosos pensamientos.
Recostado, miro por la ventana. Mis ojos acuosos, nublados por la morfina están fijos en la nada. Sería más fácil decir lo que no me duele, más corto por lo menos pero ni siquiera esa lista les daría una miserable idea de lo terriblemente dañina que es esta enfermedad. Es la personificación de un estratega militar, de un boxeador que tras un golpe efectivo a la mandíbula huele próximo el knockout. Miré hacia arriba como buscando una respuesta y así pude ver cómo una placa del techo cayó sobre mi cabeza aplastándome a mi y a mi destino final.
lunes, 10 de agosto de 2020
Aquellas tardes
miércoles, 15 de julio de 2020
Percibiendo la ciudad con los sentidos
Miro hacia abajo y veo veredas de todo tipo, cordones, asfalto y cemento armado que precisan unos arreglos. Y también veo chicles pegados desde hace años, una moneda de 25 centavos que junto para el bondi, muchísimas clases diferentes de basura (de las reciclables y de las otras) y, cuando camino, miro hacia abajo cada vez que paso por enfrente de tu casa, no sea cosa que pise un regalito del Sultán.
Miro al frente y veo portafolios, carteras, paraguas, trajes de corte, tailleurs y remeras gastadas. Y también veo ambiciones en esos ojos frenéticos, frustraciones en esos otros cansados y locura en aquellos excitados. Veo hombros duros por el gimnasio y caídos, vencidos por la derrota; veo brazos que protegen la cintura de la criatura amada y otros que cargan el peso de la responsabilidad; veo manos que limpian con tenacidad y manos que piden con resignación y, cuando camino, miro al frente para que sepas que no tengo nada que ocultar.
Y no puedo dejar de recordar que alguna vez mis manos cubiertas ahora de sabañones acariciaron tersas pieles de porcelana, cabelleras perfumadas y nalgas ansiosas de mujeres imposibles. Me empeño en rememorar esas curvas, esas humedades y no dejan de ser pasado, una piel ajena que nunca me perteneció, agónica seda y desesperado algodón. Esos recuerdos mueren de inmediato al sentir la cachetada de la helada matutina en la cara, como castigo por haberme atrevido a tocarlas y me contento con el saber que abajo mío tengo un par de ediciones de la sexta para que la tierra y el frío no se me colen entre el pantalón.
Se vio jovencísima, en un boliche con las paredes espejadas, una barra larga y generosa en tragos, un puente sobre la pista y unos mullidos y tentadores reservados al fondo del pasillo. Estaba bailando aferrada a la cintura de quien esa noche le haría conocer el amor, ese placer mezclado con dolor, ese cautiverio que te hace sentir libre.
Siguió caminando a pasos veloces, mirando atentamente la ventana por la cual había salido esa música. Al llegar a la esquina, se detuvo en el cordón de la vereda, esperando el rojo que detenga la marea motor y desata la marea humana. Frenó a su lado un taxi para finalizar el viaje de su pasajero; del estéreo salían unos ritmos conocidos...
Con los ojos abiertos, soñó con su abuelo, de chaleco raído, bigote amarillo por la nicotina y ojos entornados, abandonado al ritmo de una surera melancólica. Ella lo miraba desde la mesa del comedor, pensando en lo misterioso que parecía con la pipa en la boca.
Llegó agotada a la puerta de la oficina. Pero se sintió bien, reconfortada. Traspuso el umbral, fichó en el reloj con la tarjeta magnética y escuchó con una mueca en su rostro la música ambiental apenas distinguible del murmullo humano...
Si hoy quedara enterrada, por ejemplo, mi heladera, van a pensar que yo era un alcohólico: media botella de Gancia, una de vodka, dos latas de Speed, un fondito de fernet, dos botellas de cerveza y una de gaseosa. Van a pensar que no comía en mi casa nada sólido, más que un danette, un par de limones y un trozo viejo de queso de rallar.
Quizás, en su evolucionada mente crean, al encontrar el folleto de una pizzería con todo el listado de variedades, que el gobierno supremo nos obligaba a comer alternativamente una fugazzeta, luego una tres quesos, al otro día una de anchoas y para el fin de semana, una calabresa y una de jamón crudo y rúcula. Y para los feriados quedan las especiales (harán ellos sus presunciones), la de palmitos y una combinación de panceta, brócoli y espárragos. Y para los que no pagaran los impuestos al día, una mini ración de empanadas; si estaban en la moratoria, y eran vecinos de nombre, a lo sumo un calzone relleno o un plato de patitas de pollo rebozadas.
Y mejor que no abran el freezer, van a pensar cualquier cosa. Comida congelada, para hacer en el momento en el microondas; les parecerá una aberración, una especie de condena domiciliaria como castigo a mi intento de gobernar una ciudad virtual.
Hummm, me dio hambre. ¡Me voy a hacer unas hamburguesas con queso!
Con el devenir de la vida una mujer se afincó en casa y con ella se modificaron ciertos hábitos y se incorporaron elementos tecnológicos modernos: limpiador a gatillo y franela tipo balerina, entre otras maravillas.
Intentamos en repetidas oportunidades que el vidrio fuera transparente, como nos imaginamos que era recién salido del horno factoría, sin éxito. Es decir, realmente había estado sucio y ahora pasaba algo de luz pero habían quedado ciertos sectores más opacos que, vistos de un determinado ángulo, formaban un muy particular rostro barbudo, con ojos profundos de mirada sabia y melena a los hombros.
- No puede ser, es muy cliché- me dije sosteniendo el gatillo.
Y sin embargo, ahí estaba.
Mi mente racional se resignaba a reconocerlo, no podía creer en eso.
Pasaron unos meses y un buen día Laurita, mi sobrina, hizo añicos el vidrio de la cocina, esparciendo pedazos del simpático rostro por toda la mesada. Tras llanto, hipo y chupetín, paseo a la vidriería para reponer la pieza destrozada.
Y después de colocar el repuesto, ahí estaba otra vez, quizás más sonriente todavía e incluso me pareció que se había cortado el pelo y emparejado la barba.
Lo saludé y le convidé un mate.
martes, 23 de junio de 2020
LV, permiso para despegar
jueves, 21 de mayo de 2020
Todo tiende a cambiar
lunes, 4 de mayo de 2020
La ciudad en tiempos de pandemia
Una calle en la que normalmente es imposible encontrar un sitio para estacionar, ahora ofrece múltiples opciones; tampoco hay autos que quieran ocupar esos espacios vacíos. Sentado en un cantero donde se va quedando sin hojas un paraíso se puede disfrutar del silencio, tachonado en forma esporádica por algún taxi perdido o una moto que hace reparto a domicilio. Se echan de menos (o por lo menos se nota su ausencia) los golpes rítmicos de un bombo protestón, las frenadas desafinadas de los internos de la línea 18B y los graves de la música electrónica brotando de un exagerado auto modificado. Digamos que cuando la cuarentena termine ya no seremos los mismos, ya no desearemos lo mismo, tampoco apreciaremos lo que antes nos desvelaba y quizás el replanteo de prioridades llegue hasta aquello que pensamos era nuestro santo grial, bajándolo de su pedestal.
El silencio se esparce, se derrama por la ciudad, rebota en las vidrieras cerradas, descansa en la penumbra de un zaguán y se esconde en el fondo de un baldío.
Mientras tanto, los paseantes se mueven con las bocas ocultas moviendo con frenesí las piernas para llegar lo más pronto posible a destino, sintiendo que afuera están a merced de algo inasible, vulnerables a la tos y la fiebre. Angustiados, se aferran al sonido de sus propios pasos volviendo automáticos a cerrar el circuito.
Una vez bajo techo, vuelven a apoyar la nariz contra el vidrio generando vapor y extrañando los días en que el picaporte era una simple forma mecánica de activar la puerta y no un potencial enemigo.