Los ojos se te nublaron, el horizonte perdió su horizontal, hubo zumbidos que provenían de todas direcciones. Caíste como si no fueras capaz de resistir la fuerza de gravedad y de pronto cambió la perspectiva de la vida.
Cambiaste en un instante fugaz toda tu escala de méritos, acariciaste tu frente arrugada por la mueca que el esfuerzo por olvidar el dolor había instalado dos segundos antes.
Tu confundida cabeza era recorrida por intensos flashes que dividían en varias partes la materia gris, tu recuerdo antiguo, tus imágenes archivadas, tus sentimientos ingentes.
Y caíste desplomado de espaldas al suelo, de cara al cielo y de alma al infierno cediste tus honores, cayeron tus muros frente al ataque impiadoso del dolor maléfico y firmaste la capitulación entregando sin condiciones todo lo que habías conseguido, incluso aquello que te pertenecía por derecho absoluto.
Transitas ahora como un zombie inerte el camino de la redención, intuyendo que al final debe estar el ansiado premio, prometido premio.
Y ahora te corresponde levantarte con coraje, aplacar ese incómodo dolor, acallar el malestar insistente para enfrentar al invisible enemigo y continuar con las pequeñas batallas cuyas victorias te llevarán a la obtención orgullosa del éxito, tal vez lo mismo que decir el digno evitar del fracaso.