Los sueños más terribles, pesadillas infernales
Con la paciencia infinita que le
proveía la sed de venganza, comenzó por desprenderse de todo lo que lo
vinculaba con su anterior vida: eso estaba muerto y bien estaba así, lo enterró
pero no lo olvidó. Empezó de nuevo, se fue a otro barrio, desempeñó todos los
trabajos que nadie quería, limpió letrinas, destapó cañerías e incluso algunas
actividades ilegales de vigilancia y traslado de una de las cuales se salvó de
la cárcel de milagro; después se embarcó en alta mar donde el aislamiento y las
tareas desagradables forjaron aún más su temperamento hasta que desapareció
nuevamente en un intento desesperado de querer esquivar a la memoria. Más
tarde, se internó en los campos petroleros enfrentando peligros inimaginables, incluso
la soledad. Al final de todo eso y pasados unos años, volvió a la ciudad, se
fabricó una nueva identidad y comenzó a ascender socialmente, arregló
relaciones, cerró sociedades beneficiosas y estableció valiosos contactos, empezó de nuevo una vida que se consideraría normal, convirtiéndose en una especie de
Montecristo moderno.
Pero sus noches no tenían nada de
normal, pobladas de pesadillas, de venganza y sudores, de muerte sin piedad. En
sus sueños, los rostros macilentos de sus padres lo miraban con ojos vacuos y
expresión tristísima haciendo que se estremeciera de dolor. Y rencor. Y él,
estirando los brazos como queriendo protegerlos les decía que todo iba a estar
bien, pero ellos no lo escuchaban, su boca se movía sin emitir sonido y de a
poco se borraban sus siluetas, se perdían en la penumbra y no había forma de
salvarlos. Todas las noches, sin excepción, la pesadilla lo visitaba.