lunes, 14 de marzo de 2022

Vida tomada

 Entré sin pensar demasiado en lo que quería, simplemente empujé la puerta porque no había alternativa o eso era lo que sentí en ese momento. Me equivoqué de lado y mi frente apenas se detuvo unos milímetros antes de golpear contra el vidrio laminado, cosas que pasan.

Él enseguida se acercó y me sostuvo la puerta abierta del lado correcto para que pudiera pasar y me preguntó si estaba bien, una cortesía rara avis hoy en día.
Ahí recién presté atención a sus ojos negros, una piscina de ébano absoluto, un mar de brea absorbente y pegajosa. Creo que me quedé con la boca abierta, no podría asegurarlo, hipnotizada por aquellas esferas azabaches que me miraban con genuina preocupación quizás evaluando si yo era peligrosa o no y si se justificaba llamar a la policía.
Me acompañó a su puesto, no recuerdo si era el 3 o el 5, no viene al caso, y me preguntó si quería un vaso de agua, un ratito para descansar o un profundo beso reparador. Bueno, esto último no me lo dijo, yo pensé que me lo diría es la verdad. Es que tal vez la adrenalina que me produjo el mini accidente me dejó sin reacción física pero con una hiperactividad mental que me dura hasta hoy todavía. De lo que pasó con él más vale no entrar en detalle, solo diré que activó terminales nerviosas en lugares irrisorios y desconocidos, para graficar en palabras lo bien que me hizo sentir. Pero pasado un tiempo y el encantamiento inicial, sus respuestas pretendidamente ingeniosas, sus miradas en silencio ya no me mostraban el mismo fuego, ya no me provocaban la misma devoción y pasaron a parecerme pretenciosas, una apariencia de cartón que se desarmaba ante mi cada vez más fría actitud. Se podría decir que logró lo que quería, encontró lo que buscaba y ahora ya no le era interesante.
Empecé a ver en mi cabeza más allá de lo visible y evidente. Auras profundas, palabras susurradas, sombras de movimientos aún no hechos, brisas provenientes de ningún lado, vértigos repentinos se me fueron presentando sin vergüenzas ni reparos. Yo los acepté como parte de lo que uno llama la vida, es decir, todos alguna vez tuvimos esas sensaciones de estar solos pero acompañados por alguna energía evanescente; de esas, una en particular era persistente y solía intervenir en los momentos menos oportunos haciendo que me sobresalte.
Hoy vivo sola, encerrada en mi departamento, rodeada de cosas que saltan de un mueble a otro, ropa que desfila en el pasillo y platos que estallan contra el piso para rearmarse al segundo siguiente. No me hacen nada, es verdad pero tampoco me dejan acercarme a la puerta.

domingo, 6 de marzo de 2022

Crónica de una excursión

            El viaje empezó temprano, quizás demasiado para mi gusto. No es que me cueste levantarme, es mi costumbre pensar que el día empieza más o menos cuando el sol arrima a su punto más alto. Éramos cuatro, contando a Javito, el hermano menor del Chato, el Tano Garini y yo, sentados en el banco de la estación de tren. El silencio reinaba en la madrugada de ese sábado aunque el andén no estaba vacío; era una mañana oscura, de esas que no termina el sol de decidirse a salir por entre la bruma gris. La gente que esperaba ansiosa el convoy caminaba insensible, restregándose las manos más de nervios que de frío. Se hacía desear el condenado. No nos dimos cuenta de que todavía no era la hora de llegada, mirábamos los bolsos con los ojos fijos en una expresión estática de impaciencia y somnolencia. Después de un momento, llegó estridente la locomotora, y en menos de nada estuvimos acomodados en el asiento, apretados para no sentir la humedad que penetraba por los vidrios astillados. El cuero ajado del asiento había cedido en la lucha contra el acero del resorte y la madera denunciaba en trazos limpios que allí se había sentado Ernesto y que amaba a Flopy. El vagón comenzó lentamente a mecerse de un lado a otro y a tomar velocidad corriendo detrás del motor diesel que rezongaba en el vientre de la locomotora. Este tren nunca a levantar más de cuarenta kilómetros por hora, dije cínico, mientras el Tano firmaba con mano diestra el respaldo del asiento de enfrente. Javito se levantó y recorrió de punta a punta el tren y encontró un carro que servía café y otro que vendía golosinas, posiblemente del siglo pasado. Volvió medio mareado, el carro saltaba y se movía de lado a lado sin control, rebotaba contra los rieles y nosotros lo hacíamos contra el techo. Pasaron tres estaciones sin novedad, el paisaje se deslizaba con lentitud, el Chato dormitaba abrazado a la mochila y yo le pintaba bigotes de crema de afeitar cuando, con un bufido de agotamiento, la locomotora dejó su fuerza en medio de la pampa bonaerense. El guarda, con cara de inocencia nos comunicó que deberíamos esperar tranquilos a que nos vengan a buscar, que la compañía se haría cargo del traslado. El Tano propuso averiguar dónde estábamos; a unos 4 kilómetros de Tres Picos informó un pasajero de otro vagón. Podemos caminar, dijo Javito. Tomamos por un camino que corría paralelo a la vía. A la media hora más o menos vimos pasar dos combis y algunos coches. Seguro que van a buscar gente, dije arrastrando los pies. La mañana ya se había instalado, hacía calor y buscamos sombra en un montecito cercano a un cerro para tomar algo fresco. Qué hacemos, pregunté indeciso a nadie en particular. Y nadie me contestó, sólo un gruñido perezoso bajo una campera. Me saqué la remera y caminé lentamente hacia el cerrito y ya arriba aprecié el perfil de las sierras y respiré el aire cálido y seco que venía del noroeste. De inmediato, percibí un olor acre, a lo lejos se elevaba en ángulo irregular una columna de humo. Algo se prendió fuego; la locomotora me dije con sorna y bajé lo más rápido que pude, aunque no fui cuidadoso porque unos metros antes del alambrado pisé mal, reboté con la rodilla contra una piedra y mi frente fue lo último que tocó el suelo justo arriba de un arbusto. Me levanté, tambaleante y así llegué junto a los muchachos. Me senté a descansar y revisar los daños. Nada grave acotó Javito después de que les contara mi aterrizaje y me limpiara la cara con un poco de agua del bidón. Al rato estábamos en el pueblo, buscando quién nos llevara hasta la ruta. Preguntamos primero en un bar que parecía sacado de un documental y en la estación de servicio. Un viajante tenía lugar en su camioneta, una F-100 con cúpula, dentro de la cual nos apretamos entre encomiendas y paquetes. Media hora después hacíamos dedo a Bahía con un cartel improvisado en la tapa de un cuaderno. Cuando un coche pasaba con lugar y ni siquiera disminuía la velocidad el Chato, con un original rosario de insultos, le deseaba al incauto que pasaba toneladas de males y enfermedades. Al cabo de un rato llegamos a Bahía, ya era la tardecita y nos fuimos derecho al centro a mirar las vidrieras y las chicas que paseaban. Es la mejor carne que he visto en la zona, dijo Javito emocionado que saltaba de una rubia a una morocha. El Tano embobado con una que tenía carita de ángel movía la cabeza y entornaba los ojos para darse aire interesante. El Chato y yo le decíamos guarradas a todas las que pasaban. Las chicas nos miraban, desaliñados como estábamos, con una especie de curiosidad zoológica y un airecillo superior que para nosotros era una especie de aliciente. Así se nos fue arrimando la noche. Empezamos a caminar despacio por la avenida Alem para volver al pueblo. Con su cara pícara de adolescente, el Chato me miró y me susurró con voz difónica, Che el finde que viene volvemos eh? Yo le devolví la mirada, ya sabía la respuesta y no lo tuve que pensar mucho…