Siempre hubo en la lluvia algo que me llamaba la atención, que me provocaba inquietud y me hacía mirar hacia el horizonte buscando indicios de alguna nube. Cada vez que comenzaban a caer gotas del cielo, perlas que se destruyen al tocar el suelo, me provocaba mirar por la ventana cómo se formaban los charcos en la vereda, cómo corría el agua por el cordón de la vereda, arrastrando los papeles y las colillas de cigarrillos.
Las primeras gotas gigantes que golpean el hombro, la luz gris penumbrosa, las nubes violentas, el frío repentino y la humedad penetrante generan en mi imaginación agradables imágenes.
Hubo una sola vez que la temperatura me permitió quedarme bajo las gotas, sentir que se te humedece la cabeza, que empiezan las gotas a correr por la nuca y la espalda. La terraza se llenó de música, era año nuevo y el abundante brindis se diluyó con cantos desafinados bajo la lluvia.
Algunas cosas sólo ocurren cuando llueve. La intimidad arrullada, el juego de cartas, tal vez un tablero, un brindis de a dos, adquieren mayor relieve bajo el golpeteo de las gotas contra el cristal de la ventana.
Ahora que las nubes sólo sombrean tímidamente la bóveda celeste y se resisten a soltar su carga, me doy cuenta cuanto extraño la lluvia...