sábado, 21 de septiembre de 2013

El simple arte de matar (re-publicado)

Diez y media de la noche de un día agitado. La oficina, cargada de humo de tabaco y del calor sofocante del día, se revelaba ahora con la atmósfera pesada de la noche de verano. La ventana invitaba a la brisa a pasar y ésta la ignoraba elegantemente; no se movían ni las sombras. Era un despacho con alfombras raídas, un fichero metálico en la esquina al lado de dos sillas tapizadas en cuero que alguna vez fue nuevo, un escritorio amplio tras el cual un sillón de respaldo alto era el sitio donde más cómodo se hallaba. En la entrada, una puerta con vidrio con su nombre pintado, daba acceso a la salita de espera; luego otra puerta la comunicaba con la habitación principal.
Exhausto, se arrellanó en su sillón, abrió el cajón superior del escritorio de madera lustrada, sacó la pipa y el tabaco, raspó el fósforo contra el lomo de un bibliorato y acercó la lumbre aspirando repetidas veces. Tiró el fósforo al cenicero de madera cayendo sobre las ya abundantes cenizas grises haciendo un minúsculo remolino. Relajó los músculos de la espalda y extendió los brazos hacia adelante, en un ademán mecánico, pensando si debía o no tomar ese caso.
Sabía que todo lo que le dijo era mentira, nada de lo que esos labios rojo sangre habían articulado tenían atisbo de verdad. Los ojos pardos de esa mujer le habían intentado tender una trampa, en la cual no estaba muy seguro de no querer caer. Para ayudarse a tomar esa decisión, se dirigió al archivero, abrió el último cajón y sacó una vieja botella de VAT 69 con el tapón sellado, regalo de algún cliente satisfecho. Volvió a su sillón, sacó un vaso y lo llenó, lo olió y aunque se estremeció al hacerlo, lo bebió suavemente. Los ojos cansados se le nublaron al instante, más no perdió la claridad ni la certeza de que si aceptaba el caso, no obtendría más que problemas y disgustos, ni hablar de los veinticinco dólares por día que había pedido como honorarios.
Se quedó mirando hacia adelante, escuchando la nada y su silencio, midiendo el largo de las cucarachas que paseaban por el zócalo. Un olvidable día terminaba en una olvidable noche. Guardó la botella de whisky en el cajón, se sacó la pistola de la zobaquera y la guardó bajo llave en la caja fuerte, cerró la ventana, apagó las luces y desconectó el timbre de la oficina, pisó con desdén una cucaracha distraída y salió hacia el pasillo rumbo al ascensor.
Afuera, hedía de vapores citadinos. Nada que no haya olido antes.
¿Que te pasa hoy Marlowe? No estás humano esta noche.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Alerta meteorológico de espíritu

A todos nos ocurre que cuando algo nos falta, más lo añoramos. Y estar en un lugar donde casi nunca llueve, mientras en otros se bendice la tierra con una densa cortina de agua, me provoca algo de envidia...
Siempre hubo en la lluvia algo que me llamaba la atención, que me provocaba inquietud. Cada vez que comenzaban a caer gotas del cielo, perlas que se destruyen al tocar la tierra, me provocaba mirar por la ventana cómo se formaban los charcos en el suelo, cómo corría el agua por el cordón de la vereda, arrastrando los papeles y las colillas de cigarrillos.
La luz gris penumbrosa, las nubes violentas, el frío repentino y la humedad penetrante me generan agradables imágenes, aunque jamás se me ocurrió preguntarme de donde venían ni cómo se formaban; aceptaba el hecho como algo natural y así era más fácil disfrutarlo.
Hubo una sola vez que la temperatura me permitió quedarme bajo las gotas, sentir que se te humedece la cabeza, que empiezan las gotas a correr por la nuca y la espalda. La terraza se llenó de música, era año nuevo y el abundante brindis se diluyó con cantos desafinados bajo la lluvia.
Algunas cosas sólo ocurren cuando llueve. La intimidad arrullada, el juego de cartas, tal vez un tablero, un brindis de a dos, adquieren mayor relieve bajo el golpeteo de las gotas contra el cristal de la ventana.
Ahora que las nubes sólo sombrean tímidamente el celeste y se resisten a soltar su carga, me doy cuenta cuanto extraño la lluvia...