Yo creo que nos ocurre a todos que cuando algo nos falta, más lo añoramos. Como quien dice, nos damos cuenta de lo que teníamos cuando lo perdemos. Y estar en un lugar donde casi nunca llueve, mientras en otros se bendice la tierra con una densa cortina de agua, me provoca algo de envidia...
Siempre hubo en la lluvia algo que me llamaba la atención, que me provocaba inquietud. Cada vez que comenzaban a caer gotas del cielo, perlas que se destruyen al tocar la tierra, me ponía a mirar por la ventana, hipnotizado, como se formaban los charcos en el suelo, como corría el agua por el cordón de la vereda, arrastrando los papeles y las colillas de cigarrillos.
La luz gris penumbrosa, las nubes violentas, el frío repentino y darte cuenta como cambiaba el ambiente, la humedad penetrante me generan agradables imágenes, aunque jamás se me ocurrió preguntarme de donde venían ni cómo se formaban; aceptaba el hecho como algo natural y así era más fácil disfrutarlo.
Hubo una sola vez que la temperatura me permitió quedarme bajo las gotas, sentir que se te humedece la cabeza, que empiezan las gotas a correr por la nuca y la espalda. La terraza se llenó de música, era año nuevo y el abundante brindis se diluyó con cantos desafinados bajo la lluvia.
Algunas cosas sólo ocurren cuando llueve. La intimidad arrullada, el juego de cartas, tal vez un tablero, un brindis de a dos frente a un fogón, adquieren mayor relieve bajo el golpeteo de las gotas contra el cristal de la ventana.
Un abrazo apretado, un cruce de miradas reteniendo impulsos, una despedida que pretendía ser un hasta luego, cosas que se recuerdan diferente si ocurren bajo una cortina de agua.
Ahora que las nubes sólo sombrean tímidamente el celeste y se resisten a soltar su carga, me doy cuenta cuanto extraño la lluvia, por ella y por todo lo que ocurre en su compañía.