martes, 29 de septiembre de 2020

La imaginación al poder (fantasía en el gimnasio)

 Entraba al gimnasio, dejaba su mochila en un locker, sacaba la toalla de mano y se lanzaba ciegamente a cumplir con su rutina: al principio con la planilla en la mano, estudiando los ejercicios, calculando los pesos y dosificando las repeticiones y más tarde, tal vez en el transcurso de la segunda semana, ya más confiado y de memoria, se deslizaba entre las máquinas como si fuera de la casa.

El objetivo que lo había llevado a ese antro de salud física y músculos febriles era al comienzo claro y definido: una lesión jugando al tenis y una rehabilitación sencilla que le llevaría no más de seis meses.
El profesor lo guiaba, le indicaba la técnica de los ejercicios más exigentes y complicados y lo dejaba solo cuando veía que le había tomado la mano y no corría riesgo de provocarse otra lesión. Y era al único al que le dirigía la palabra. No podía mirar a esos desconocidos, todos transpirados y sedientos, le parecían seres trastornados, como si estuvieran enchufados a una máquina de producir energía por movimiento. Si algún aparato estaba ocupado, esperaba sin apuro; si alguien le preguntaba si podía alternar, se alejaba abandonando su lugar.
Hasta que pisó la banquina. Perdió el control de sí mismo.
Ella iba siempre al gimnasio, simpática y sencilla. Morena, de pelo y calzas negras, cuarentona con todo en su lugar, excepto un leve color morado en los labios, que podría considerarse excesivo en ese lugar. Un culo rotundo que era un monumento, exacto en sus proporciones y acentuado por la justeza del lycra, inventado para deschavetar al más pintado, generar tortícolis masivas y humedecer sueños nocturnos. Y él sucumbió a su embrujo.
Encerrado en su mutismo, simuló estar desconcertado con sus ejercicios y con una impostada cara de extrañeza se acercó hacia ella. Quiso hacerle una pregunta. En su imaginación, confiado, se dirigía a ella con aplomo y hombría y ella respondía a sus preguntas primero y a sus galanteos después con firmeza e interés. Pero se miraba al espejo y ella seguía indiferente, concentrada en su rutina.
Empezó a ir todos los días y se quedaba rondando al lado de las máquinas, boquiabierto, mirándola. Estaba para enmarcarla cuando hacía los tríceps con la rodilla apoyada en el banco y su perfecto culo mirando al sur; su escote en suspenso aprisionado por el corpiño era una deliciosa silueta curvilínea cuando trepada al elíptico transpiraba delicadamente. Y en su imaginación, ya perdida, se acercaba a ella, le aferraba la muñeca haciéndole caer la mancuerna le sacaba la ropa lentamente dejando al desnudo el más perfecto cuerpo femenino y, ante la mirada extrañada del profesor, hacían el amor sobre la colchoneta de los abdominales.

martes, 8 de septiembre de 2020

En todas las ciudades hay veredas rotas

Siempre supe que esa niña me rompería el corazón.


Buscándola, me pasaba todo el día yendo al parque o rondando el centro a la tardecita cuando todo el mundo daba la vuelta al perro, evitando a mis amigos y sus bromas pesadas, pensando que la oportunidad con ella me estaba esperando. 

Otras veces, de tarde, caminaba con el sol en la espalda por baldíos y calles con adoquines, acortando la distancia que había entre su casa y la mía; pasaba frente a su puerta y sin animarme a golpear, seguía de largo hasta la radio para dedicarle esa canción que bailamos alguna vez. 

Desde la lejanía de su mirada esquiva, desde la inocencia de su vestido rosado con volados, ella estaba destinada a hacerme daño, ese dolor infinito que te marca a fuego, daño irreparable. Caminando bajo los tilos de la rambla rumbo al centro con sus amigas, esquivando las veredas rotas de la plaza, a la hora de la siesta o en la pileta, mirando con desdén las zambullidas mortales que nosotros intentábamos en los trampolines solamente para impresionarla, en cualquier escenario se mostraba inalcanzable pero siempre con un aura de imprescindible.


Pasó el tiempo, me humillé de mil maneras, públicas y privadas, incluso llegué a rogarle y ella, divertida y mirando hacia otro lado, rió con sus voz de cascabeles sin decir nada.
En la huida, tropecé con una baldosa suelta de una vereda rota y caí de rodillas rompiendo la tela del jean; miré hacia atrás y vi que ocultaba con disimulo una sonrisa tras su mano. Salí corriendo avergonzado sabiendo que jamás la tendría.