En esta ciudad hay una avenida de esas con un
bulevar en medio. Algunas cuadras tienen un diseño elaborado de especies
autóctonas, otras simplemente un estacionamiento. Las que a mí me gustan tienen
gramilla y árboles de tilo a los costados, sombra y frescura por igual.
Nosotros éramos cuatro amigos que vivíamos en la
misma manzana en la época en que no existía otra posibilidad que jugar en el
exterior. Yo era el mayor, por escasos quince días. Nos pasábamos la tarde
imaginando escenarios épicos, aventuras que resultaban complicadas puestas en
escena, con villanos y sin doncellas que rescatar, fortalezas inexpugnables y
naves espaciales capaces de grandes proezas. A veces en la terraza de la casa
de Diego, a veces en el patio generoso de la casa de la abuela de Ricardo,
muchas veces en la calle y en la plaza. Allí las competencias eran sobre dos
ruedas, enfrentando un circuito fantástico, extremadamente complicado y con
caminantes ajenos a nuestros deseos de ganar.
Nos unían las veredas en común y también el
colegio. Diego fue conmigo desde primer grado hasta cuarto o quinto; ahí
repitió pero lo pusieron con mi hermano y seguimos en contacto de esa manera.
Incluso en la juventud compartimos la ciudad universitaria, aunque ya no éramos
los mismos y nos mirábamos con extrañeza.
El primer tilo empezando desde el extremo oeste de la rambla
tiene una forma particular: se parece a una nave espacial. Si te subís, previa
apertura de la puerta deslizante, te vas a encontrar con el sillón del capitán,
la cabina del piloto y la del artillero y un par de ramas más arriba están las
cuchetas y la cocina. Ahí subidos conquistamos muchos mundos y ganamos
innumerables batallas.
El tiempo pasó raudo, los caminos de nuestras vidas se
bifurcaron, porque así suele ser la existencia. Cada uno tomó sus propias
decisiones, soportó las complicaciones de ser vivo, de estar en el sistema. Y
él, un día en que nadie se lo esperaba, tomó un cinto, se lo enroscó alrededor
del cuello y cerró los ojos al abismo.
Hoy solamente te pido un pequeño favor: si alguna vez
alcanzás a ver a un adulto trepado a un árbol, enfrascado en una batalla
interestelar contra una raza brutal, hacele la venia y pedile permiso para
abordar que seguro está necesitando con urgencia un ingeniero para reparar el
escudo protector.