Entraba
al gimnasio, dejaba su mochila en un locker, sacaba la toalla de mano y
se lanzaba ciegamente a cumplir con su rutina: al principio con la
planilla en la mano, estudiando los ejercicios, calculando los pesos y
dosificando las repeticiones y más tarde, tal vez en el transcurso de la
segunda semana, ya más confiado y de memoria, se deslizaba entre las
máquinas como si fuera de la casa.
El
objetivo que lo había llevado a ese antro de salud física y músculos
febriles era al comienzo claro y definido: una lesión jugando al tenis y
una rehabilitación sencilla que le llevaría no más de seis meses.
El
profesor lo guiaba, le indicaba la técnica de los ejercicios más
exigentes y complicados y lo dejaba solo cuando veía que le había tomado
la mano y no corría riesgo de provocarse otra lesión. El profesor era al único al
que le dirigía la palabra. No podía mirar a esos desconocidos, todos
transpirados y sedientos, le parecían seres trastornados, como si
estuvieran enchufados a una máquina de producir energía por movimiento.
Si algún aparato estaba ocupado, esperaba sin apuro; si alguien le
preguntaba si podía alternar, se alejaba abandonando su lugar.
Hasta que pisó la banquina. Perdió el control de sí mismo.
Ella
iba siempre al gimnasio, simpática y sencilla. Morena, de pelo y calzas
negras, cuarentona con todo en su lugar, excepto un leve color morado
en los labios, que podría considerarse excesivo en ese lugar. Un culo
rotundo que era un monumento, exacto en sus proporciones y acentuado por
la justeza del lycra cuya costura se hacía invisible al sumergirse y desaparecer entre sus firmes glúteos. El top, inventado para generar tortícolis masivas y humedecer sueños nocturnos, apenas levantaba sus pechos turgentes, dejaba adivinar tensos pezones y permitía ver cómo se iba humedeciendo su seno a medida que la actividad física se intensificaba. Y él sucumbió a
su embrujo.
Encerrado
en su mutismo, simuló estar desconcertado con sus ejercicios y con una
impostada cara de extrañeza se acercó hacia ella. Quiso hacerle una
pregunta. En su imaginación, confiado, se dirigía a ella con aplomo y
hombría y ella respondía a sus preguntas primero y a sus galanteos
después con firmeza e interés. Pero se miraba al espejo y ella seguía
indiferente, concentrada en su rutina.
Empezó
a ir todos los días y se quedaba rondando al lado de las máquinas,
boquiabierto, mirándola. Estaba para enmarcarla cuando hacía los tríceps
con la rodilla apoyada en el banco y su perfecto culo mirando al sur;
su escote en suspenso aprisionado por el corpiño era una deliciosa
silueta curvilínea cuando trepada al elíptico transpiraba delicadamente.
Y en su imaginación, ya perdido todo recato, se acercaba a ella, le aferraba la
muñeca haciéndole caer la mancuerna le sacaba la ropa lentamente dejando
al desnudo el más perfecto cuerpo femenino y, ante la mirada extrañada
del profesor, hacían el amor sobre la colchoneta de los abdominales.