lunes, 4 de noviembre de 2024

Amalgama natural

En mi última noche en el resort, decidí que no quería pasarla en soledad. Regresé a la habitación, me duché y salí a buscarla. La había visto hacía ya unos días al borde de la pileta, hablando con unos turistas canadienses. Después de eso, me acerqué y hablamos un par de veces estableciendo confianza, de nada en particular aunque mi mirada le decía inequívocamente lo que pensaba, lo que quería. Esa noche, la encontré en el bar, me senté junto a ella, acerqué mi boca a su oreja y le hablé sin rodeos. Ella me miró con sus ojos brillantes, introdujo su mano por debajo de mi camisa y me quemó con su piel, sin decir una palabra.

No perdimos ni un segundo más de tiempo.

Llegamos a tientas hasta la puerta de la habitación de tan absortos que estábamos en explorarnos los cuellos. Su aroma caribeño me intoxicaba, sus labios me inyectaban adrenalina, sus dedos al tocarme me producían descargas eléctricas.

No llegamos a la cama, caímos al suelo y rodamos en un tobogán infinito de placeres carnales y éxtasis, torbellino natural...

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 Amaneció temprano. Quiero decir, sale el sol y aclara con sus rayos el dorado de la arena y el turquesa del mar. Que no quiere decir que porque amanezca temprano uno deba levantarse de la cama. Aún hay tiempo, me dije y volví a abrazarme a su cintura.

El contacto con su piel me hizo estremecer cuando acerqué mi cara a su espalda y pude así sentir ese aroma bestial de mujer. Allí, al borde de la playa, la escena podría parecer idílica, y de verdad lo era. Pero era aún mas trascendental, sentía que se había formado alguna especie de lazo.

Suavemente me deslicé fuera de la cama, fui al baño, me vestí lentamente y con desgano. Las cortinas se mecían al son de la brisa caribeña. La ducha húmeda y las toallas arrugadas, daban cuenta de lo ocurrido la noche anterior, al igual que ciertas prendas desperdigadas por el suelo de la habitación y la silla tumbada al pie del lecho compartido.

Apenas su pecho se levantaba, suave ritmo que hipnotiza; apenas los pies cubiertos por el borde de la sábana, apenas el vórtice protegido por sus piernas no menos acariciadas.

Busqué con la mirada la puerta, me di vuelta una última vez memorizando sus sinuosas curvas, dejando la despedida pendiente y salí sin hacer ruido. El avión salía esa tarde y aún así, no importaba, sabía que no necesitaríamos una excusa para reencontrarnos en otra ocasión.