Ya en el final de un día extremadamente ocupado, después de esa ducha caliente que relaja y se lleva toda la tensión acumulada y la ceniza del estrés, recosté mi exhausto cuerpo en relativa posición horizontal, lo cubrí con un entrelazado de hilos más o menos de calidad y como premio por la actividad realizada en la jornada cerré los ojos queriendo potenciar el estado de inerte relajación que mis extremidades ya sentían.
Y me dormí.
Y
así soñé que tenía alas, que podía moverme con eterna libertad en un
espacio sin fronteras; allí había miles de seres que no se diferenciaban
unos de los otros sino por sonidos muy agradables.
Soñé una
cúpula grandiosa que protegía todo el entorno y puertas que se abrían
dejando entrar una nueva brisa; en el centro una fuente surtía
incansable a quien quisiera servirse un potaje de efecto desconocido.
Allí a la sombra de un muro me reconocí con los ojos cerrados, soñando. Estiré mi mano para intentar tocarme y no eran manos sino cañas de azúcar o ramas de algún frutal incierto.
De golpe, las alas ya no eran livianas y no me podían sostener, empecé a caer hasta que se desintegraron en una arenilla que se alejó flotando y mi cuerpo que ahora no tenía forma reconocible seguía girando sin control.
Mientras, yo caía hacia el fondo en el que se podía ver una pantalla gigante con imágenes de otra época, a veces en colores estridentes, otras veces en diferentes tonos de grises, blanco y negro. Sonidos atronadores e incoordinados no dejaban escuchar ninguna otra cosa, aunque podía imaginar un hilo musical ya que veía las notas flotar de un árbol a otro.
Y pude ver en mi sueño, lo que intentaba soñar. Porque todas estas imágenes no eran impuestas, eran imaginadas y pensadas por mi.
El
personaje soñado, ahora lo podía ver por una de esas pantallas, soñaba que los deseos de todos se cumplían, sin
excepción. Eran globos de colores que no se pinchaban, se elevaban cada vez más hasta perderse de vista; uno de ellos se posó en su pecho, al tiempo que
abría los ojos y, a través de la pantalla, me miró fijo directo a los ojos.
De golpe, sentí que un peso se acostaba cerca de mis piernas y me despertó sobresaltado. Ronroneando, Canela se enrolló sobre sí, apoyó sus patitas sobre el acolchado y cerró de nuevo sus ojos.
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