lunes, 25 de noviembre de 2024

No vayas hacia la luz

El cielo se ponía cada vez más oscuro, lo normal en un atardecer en cualquier parte del mundo. En lo más profundo del horizonte incluso se podía ver alguna nube que se teñía de rosado y un poco más arriba el lucero vigilante. Ese era el escenario de fondo, del balcón donde la acción ocurría, inexorable. 
Abajo, en la calle oscilaban las luces ansiosas de los autos rozando las indefensas rodillas de los peatones, quienes agitaban sus puños en el aire mientras vociferaban insultos condenatorios. El semáforo guiñaba sus ojos aunque nadie parecía prestarle atención. Estos eran los actores secundarios del drama que estaba a punto de ocurrir, cuatro pisos de altura más arriba.
A ella siempre le llamaron mucho la atención esos puntos luminosos, esas luciérnagas mecánicas que avisaban infalibles el paso del móvil bajando desde la colina hacia la calle del fondo. Sus padres usaban esta treta cada vez que el insomnio provocaba la aparición de su mal humor, del llanto mocoso, del hipo estremecedor, del grito penetrante: la sacaban al balcón y la mecían frente a los brillantes colores y allí la paz recobraba terreno perdido, la niña abría apenas su pequeña boca extasiada, reconcentrada en perseguir la trayectoria errática y luego, con desesperación, estiraba sus brazos y se empujaba con fuerza como queriendo alcanzar y morder y tocar esa luz.
Y al final, de tanto empujar, de tanto arañar la piel del rostro de sus padres, encontró un escape hacia la libertad, pasó por sobre la baranda a pesar de los esfuerzos por rescatarla y saltó libre hacia esas luces que inscribían su nombre en la oscuridad.

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