El cielo se ponía cada vez más oscuro, lo normal en un atardecer en
cualquier parte del mundo. En lo más profundo del horizonte incluso se
podía ver alguna nube que se teñía de rosado y un poco más arriba el
lucero vigilante. Ese era el escenario de fondo, del balcón donde la
acción ocurría, inexorable.
Abajo, en la calle oscilaban las luces ansiosas de los autos rozando las
indefensas rodillas de los peatones, quienes agitaban sus puños en el
aire mientras vociferaban insultos condenatorios. El semáforo guiñaba sus ojos aunque nadie parecía prestarle atención. Estos eran los actores
secundarios del drama que estaba a punto de ocurrir, cuatro pisos de
altura más arriba.
A ella siempre le llamaron mucho la atención esos puntos luminosos, esas
luciérnagas mecánicas que avisaban infalibles el paso del móvil bajando desde la colina hacia la calle del fondo. Sus
padres usaban esta treta cada vez que el insomnio provocaba la aparición
de su mal humor, del llanto mocoso, del hipo estremecedor, del grito
penetrante: la sacaban al balcón y la mecían frente a los brillantes colores y allí la paz recobraba terreno
perdido, la niña abría apenas su pequeña boca extasiada, reconcentrada
en perseguir la trayectoria errática y luego, con desesperación,
estiraba sus brazos y se empujaba con fuerza como queriendo alcanzar y
morder y tocar esa luz.
Y al final, de tanto empujar, de tanto arañar la piel del rostro de sus
padres, encontró un escape hacia la libertad, pasó por sobre la baranda a
pesar de los esfuerzos por rescatarla y saltó libre hacia esas luces
que inscribían su nombre en la oscuridad.
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