El postigo cerrado completaba la sensación de encierro que reinaba en la habitación. El aire espeso se podía cortar con tijera, si uno quisiera hasta se podía agarrar en un puño y apretarlo. Apenas algo de polvillo flotaba iluminado por un flaco rayo de sol que se filtraba tímidamente por una hendija en la base de la ventana. Sentía sobre mis hombros una manada de elefantes que dormitaba apaciblemente sin pensar en moverse. Los párpados me parecieron hechos de cartón, rugosos y nada hospitalarios y me resistía a abrirlos. Sentí la garganta reseca y en la cabeza me habían puesto un cerebro de un enorme tamaño que pugnaba por explotar. Intenté mover mi mano izquierda sin tener éxito; esperé un momento para recuperar aliento y lo volví a intentar logrando un rotundo avance: llevé el dedo índice hasta la punta de mi nariz y lo miré fijamente por casi diez minutos hasta llegar a la conclusión de que era mío y no un arma asesina en busca de liquidarme.
De a poco la nube que se había estacionado en mi cabeza se fue diluyendo. Con un increíble esfuerzo, apoyé la palma en el piso, me impulsé y logré sentarme contra la pared y miré la habitación. Típica estancia de hotel barato, mala luz, peor colchón, horrible sanidad. Me levanté y me miré la cara en el espejo del baño para encontrarme con algo conocido pero más viejo y un poco menos lúcido. La mirada de ese rostro me escrutó sin terminar de decidir si quería ser mi amigo o llamar inmediatamente a la policía.
Aunque sabía que no iba a faltar nada, me palpé los bolsillos y la sobaquera. allí estaba lo que había que haber. La que me había noqueado no tenía intenciones de matarme, me había quedado muy claro anoche pero por alguna razón no me quería merodeando en su vida.
Reflexioné sobre lo que me había dicho. Tal vez era mala y la sombra de un destino se mecía sobre ella, aunque yo no lo creía. La mano negra del destino no suele ser tan contundente como una cachiporra o tres tiros a quemarropa. En ese estado no iba a llegar a ninguna conclusión que sirviera de algo así que decidí volver a casa.
Abrí la puerta con suavidad pero igualmente chirrió como un gato al que le retuercen la cola. El ruido retumbó por el pasillo y terminó ahogándose en la maceta de plástico con un ficus del mismo material. Nada se movió, ni siquiera una cucaracha que dormitaba contra el zócalo de madera que engalanaba ese antro de mala muerte. Miré otra vez hacia la cama, quizás con nostalgia, di media vuelta, cerré la puerta de un golpe y fui hacia el ascensor que apestaba a cigarrillo.
Cada paso que di a partir de ese día me alejó aún más de su vida.
Y a veces pasa no? Buenas intenciones pero tomando malas decisiones...menos mal que se salvó! Creo que hay que elegir las guerras!
ResponderEliminarA veces es mejor retirarse a tiempo.
Me ha encantado.
Beso grande.
En las relaciones, en la familia, en el trabajo y en la vida cotidiana no estamos exentos de pasar por esa situación, creemos que está bueno pero tomamos el camino equivocado. Hay señales que es importante detectar y decidir en consecuencia, después, como decía un personaje televisivo, "Puede fallar"...
EliminarUy esas cosas pasan. Y a pesar de lo que deseamos son las acciones que tomamos las que cuentan. Te mando un beso.
ResponderEliminarEs verdad que las acciones tienen más valor que las intenciones porque es lo que se ve y lo que genera consecuencias. Ahora, cuánto nos influye el entorno para actuar? Somos cien por ciento honestos cuando hacemos? Es realmente lo que queremos hacer?
EliminarA veces hay que alejarse, sin mirar atrás.
ResponderEliminarBesos.
Pasa que en tiempo real es dificil darse cuenta de que es eso lo que conviene. Con el paso del tiempo, puede que se torne más claro...
EliminarCuando no queda más que alejarse lo mejor es hacerlo por las buenas.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Puesto en esa situación, y obligado a alejarse, si queda posibilidad, es lo mejor. Suele ser la excepción...
EliminarBeautiful blog
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