Este texto sale a la luz en forma tardía, digamos fuera de timing, cuando ya la cuarentena y el distanciamiento social es más una norma que algo extraño. Ya no tiene la novedad del fenómeno recién iniciado, todos ya han hecho la catarsis correspondiente en los medios y redes sociales al alcance, han implosionado en el encierro, han descubierto sus talentos ocultos y se han filmado en clases virtuales y en llamadas más que en el resto de su vida anterior. Y yo todavía estoy empezando a disfrutar las ventajas de este reducido contacto personal. No tengo nada contra las personas, en serio, pero hay veces en que prefiero conversar con el perro o simplemente quedarme callado mirando por la ventana. Repito que no soy alérgico al contacto social, más bien diría que soy capaz de autoabastecerme el entretenimiento, de encontrar paz en la ausencia de charlas y de no sucumbir a la imagen que me devuelve el espejo.
Mi cotidianeidad de cuarentena comenzó en traer todo mi equipamiento laboral a casa; eso duró lo mismo que la posibilidad de la empresa de subsistir en esas condiciones. Cuando la voluntad de firmar el cheque a fin de mes caducó y el equipamiento fue devuelto, toda mi atención fue canalizada a la manutención de la estabilidad doméstica, el surtido de alacenas y que los retoños cumplimenten su conexión virtual a la educación del futuro o lo que es lo mismo, que no aprendan ni siquiera a retener la más simple de las operaciones ni a escribir una frase sin superar el límite máximo tolerable de treinta faltas de ortografía. Si hay algo que le debo agradecer al virus endemoniado que nos forzó a encerrarnos es la cantidad de tiempo que he pasado con mis hijas que el bendito horario comercial no me permitía. Igual, no quiere decir que me amen ya que como padre, soy un pésimo pedagogo.
La piel de las manos se me agrietó más de una vez. Los pulverizadores se multiplicaron al igual que los aerosoles que desinfectan casi todo. La nueva normalidad, sus nuevos productos y protocolos inundaron la rutina de todos con la intención de quedarse definitivamente en nuestra vida. Ya a esta altura han salido libros, charlas Ted, convenios entre gobierno, cursos y están pensando en inventar una vacuna para sacarnos de este sufrimiento. Y yo, lerdo, estoy haciendo ahora mi primera (y única, dirán ustedes) exposición a calzón quitado de nada en particular sobre esta pandemia.
Yo extraño la espontaneidad de la gente. Mirar a los ojos (por elección, no por obligación). Los abrazos apretados. No tener que sacar turno para todo. Pedir permiso para todo. Poder viajar sin restricciones a donde me alcance el mapa. Extraño respirar sin barbijo. Que me duela todo el cuerpo de jugar al fútbol. Apretar fuerte una mano extendida en saludo franco. Las palmadas de afecto en la espalda. Extraño la vida sin límites.
La extrañamos.
Muy lindo texto con lo que extrañas y echas de menos. Yo soy una solitaria por lo tanto nada de lo que te pasa a vos me pasa a mi Un abrazo me ha encantado tu texto
ResponderEliminarMucha, hay cosas que extraño y otras que no, tal vez la vida aproveche y mejore nuestra calidad. Y te digo que yo también soy un solitario, que no es lo mismo que estar solo...
ResponderEliminarBesos!
Yo hay cosas que no echo de menos, como las aglomeraciones. Espero que por lo menos salgamos mejores de esto.
ResponderEliminarUn beso.
Rocío, coincido plenamente en el deseo de mejorar despues de todo este tiempo encerrados y limitados y también en la alergia a las aglomeraciones, jajaj!
ResponderEliminarBesos!