Atrás de mi quedaron las peligrosas penurias, la travesía por el borde del mundo y el filo decadente de incontables peligros y después de tanto tiempo he llegado.
Nada.
Al final de todo, no quedó nada. Lo que existió se consumió en medio de espeluznantes gritos, se transformó en otra cosa que no es sino la muerte en vida o simplemente se hizo recuerdo. La tierra yerma impasible se deja arrastrar por las ráfagas violentas de un viento mortal.
Tanto afán para cumplir los deseos, tanto apuro para llegar al final, solo para encontrarme con un desierto infinitamente vacío. Sopla el viento siniestro, silba entre los ramajes desnudos de algunos flacos árboles que no son sino sombras muertas de un pasado olvidado. Pobre metáfora de un futuro que nunca existió sino en mis sueños; berreta figura de una promesa que nunca se cumplirá.
Nada.
Ni siquiera odio ni rencor; ni frustración ni reproches; ni bronca ni desprecio. Todas las voces que alguna vez se alzaron, mudas. Todos los brazos que alguna vez se sacudieron, estáticos.
Lo que pudo haberse sentido en algún momento, ahora ya no es más que historia. Dejó lugar, si cabe la expresión, a un vacío etéreo, a una nada potente. Tal vez miedo, aunque no sé ya lo que eso signifique.
Ahora que no hay sino desolación, soledad infinita en la penumbra de un atardecer que lo cubre todo, miro hacia adelante. Atrás no hay nada que me interese. Adelante tampoco, pero no hay opción.