No importa la cantidad infinita de horas que uno tiene que viajar para llegar. No es importante que la diferencia horaria sea prácticamente inexistente, aunque estés del otro lado del paralelo más extenso y el agua del inodoro gire hacia el otro lado. No influye que la humedad supere el cien por ciento, que la ropa sea una tela pegajosa y se adhiera porfiada a tu piel y el calor se haga sentir, inclemente.
Nunca se me ocurrió que levantarse a las seis de la mañana sea un factor que arruine la estadía; tampoco el tipo de cambio y menos el idioma, que aún siendo el castellano, resulta bastante intrincado en sus expresiones.
En ciertos lugares del planeta ocurre este extraño pero muy buscado fenómeno: no importa lo estresado que uno llegue, pareciera que los problemas viven lejos de uno. Incluso ese pariente que nos llama solamente para pedir plata o ese compañero de trabajo que no hace más que complicarnos la vida, pareciera que ya no existiesen. La mente se desplaza por un mar pleno de tranquilidad y saludable vacío; el cuerpo parece ya no pertenecernos y se deja llevar sin quejas hacia la arena, rumbo al mar.